MANIFIESTO DE SANDHURST
He recibido de España un gran número de felicitaciones con motivo de mi cumpleaños, y algunas de compatriotas nuestros residentes en Francia. Deseo que con todos sea usted intérprete de mi gratitud y mis opiniones.
Cuantos me han escrito muestran igual convicción de que sólo el restablecimiento de la monarquía constitucional puede poner término a la opresión, a la incertidumbre y a las crueles perturbaciones que experimenta España. Díceme que así lo reconoce ya la mayoría de nuestros compatriotas, y que antes de mucho estarán conmigo los de buena fe, sean cuales fueren sus antecedentes políticos, comprendiendo que no pueda tener exclusiones ni de un monarca nuevo y desapasionado ni de un régimen que precisamente hoy se impone porque representa la unión y la paz.
No sé yo cuándo o cómo, ni siquiera si se ha de realizar esa esperanza. Sólo puedo decir que nada omitiré para hacerme digno del difícil encargo de restablecer en nuestra noble nación, al tiempo que la concordia, el orden legal y la libertad política, si Dios en sus altos designios me la confía.
Por virtud de la espontánea y solemne abdicación de mi augusta madre, tan generosa como infortunada, soy único representante yo del derecho monárquico en España. Arranca este de una legislación secular, confirmada por todos los precedentes históricos, y está indudablemente unida a todas las instituciones representativas, que nunca dejaron de funcionar legalmente durante los treinta y cinco años transcurridos desde que comenzó el reinado de mi madre hasta que, niño aún, pisé yo con todos los míos el suelo extranjero.
Huérfana la nación ahora de todo derecho público e indefinidamente privada de sus libertades, natural es que vuelva los ojos a su acostumbrado derecho constitucional y a aquellas libres instituciones que ni en 1812 le impidieron defender su independencia ni acabar en 1840 otra empeñada guerra civil. Debióles, además, muchos años de progreso constante, de prosperidad, de crédito y aun de alguna gloria; años que no es fácil borrar del recuerdo cuando tantos son todavía los que los han conocido.
Por todo esto, sin duda, lo único que inspira ya confianza en España es una monarquía hereditaria y representativa, mirándola como irreemplazable garantía de sus derechos e intereses desde las clases obreras hasta las más elevadas.
En el intretanto, no sólo está hoy por tierra todo lo que en 1868 existía, sino cuanto se ha pretendido desde entonces crear. Si de hecho se halla abolida la Constitución de 1845, hállase también abolida la que en 1869 se formó sobre la base inexistente de la monarquía.
Si una Junta de senadores y diputados, sin ninguna forma legal constituida, decretó la república, bien pronto fueron disueltas las únicas Cortes convocadas con el deliberado intento de plantear aquel régimen por las bayonetas de la guarnición de Madrid. Todas las cuestiones políticas están así pendientes, y aun reservadas, por parte de los actuales gobernantes, a la libre decisión del porvenir.
Afortunadamente la monarquía hereditaria y constitucional posee en sus principios la necesaria flexibilidad y cuantas condiciones de acierto hacen falta para que todos los problemas que traiga su restablecimiento consigo sean resueltos de conformidad con los votos y la convivencia de la nación.
No hay que esperar que decida ya nada de plano y arbitrariamente, sin Cortes no resolvieron los negocios arduos de los príncipes españoles allá en los antiguos tiempos de la monarquía, y esta justísima regla de conducta no he de olvidarla yo en mi condición presente, y cuando todos los españoles estén ya habituados a los procedimientos parlamentarios. Llegado el caso, fácil será que se entiendan y concierten las cuestiones por resolver un príncipe leal y un pueblo libre.
Nada deseo tanto como que nuestra patria lo sea de verdad. A ello ha de contribuir poderosamente la dura lección de estos últimos tiempos que, si para nadie puede ser perdida, todavía lo será menos para las hornadas y laboriosas clases populares, víctimas de sofismas pérfidos o de absurdas ilusiones.
Cuanto se está viviendo enseña que las naciones más grandes y prósperas, y donde el orden, la libertad y la justicia se admiran mejor, son aquellas que respetan más su propia historia. No impiden esto, en verdad, que atentamente observen y sigan con seguros pasos la marcha progresiva de la civilización. Quiera, pues, la Providencia divina que algún día se inspire el pueblo español en tales ejemplos.
Por mi parte, debo al infortunio estar en contacto con los hombres y las cosas de la Europa moderna, y si en ella no alcanza España una posición digna de su historia, y de consuno independiente y simpática, culpa mía no será ni ahora ni nunca. Sea la que quiera mi propia suerte ni dejaré de ser buen español ni, como todos mis antepasados, buen católico, ni, como hombre del siglo, verdaderamente liberal.
Suyo, afmo., Alfonso de Borbón
Cuantos me han escrito muestran igual convicción de que sólo el restablecimiento de la monarquía constitucional puede poner término a la opresión, a la incertidumbre y a las crueles perturbaciones que experimenta España. Díceme que así lo reconoce ya la mayoría de nuestros compatriotas, y que antes de mucho estarán conmigo los de buena fe, sean cuales fueren sus antecedentes políticos, comprendiendo que no pueda tener exclusiones ni de un monarca nuevo y desapasionado ni de un régimen que precisamente hoy se impone porque representa la unión y la paz.
No sé yo cuándo o cómo, ni siquiera si se ha de realizar esa esperanza. Sólo puedo decir que nada omitiré para hacerme digno del difícil encargo de restablecer en nuestra noble nación, al tiempo que la concordia, el orden legal y la libertad política, si Dios en sus altos designios me la confía.
Por virtud de la espontánea y solemne abdicación de mi augusta madre, tan generosa como infortunada, soy único representante yo del derecho monárquico en España. Arranca este de una legislación secular, confirmada por todos los precedentes históricos, y está indudablemente unida a todas las instituciones representativas, que nunca dejaron de funcionar legalmente durante los treinta y cinco años transcurridos desde que comenzó el reinado de mi madre hasta que, niño aún, pisé yo con todos los míos el suelo extranjero.
Huérfana la nación ahora de todo derecho público e indefinidamente privada de sus libertades, natural es que vuelva los ojos a su acostumbrado derecho constitucional y a aquellas libres instituciones que ni en 1812 le impidieron defender su independencia ni acabar en 1840 otra empeñada guerra civil. Debióles, además, muchos años de progreso constante, de prosperidad, de crédito y aun de alguna gloria; años que no es fácil borrar del recuerdo cuando tantos son todavía los que los han conocido.
Por todo esto, sin duda, lo único que inspira ya confianza en España es una monarquía hereditaria y representativa, mirándola como irreemplazable garantía de sus derechos e intereses desde las clases obreras hasta las más elevadas.
En el intretanto, no sólo está hoy por tierra todo lo que en 1868 existía, sino cuanto se ha pretendido desde entonces crear. Si de hecho se halla abolida la Constitución de 1845, hállase también abolida la que en 1869 se formó sobre la base inexistente de la monarquía.
Si una Junta de senadores y diputados, sin ninguna forma legal constituida, decretó la república, bien pronto fueron disueltas las únicas Cortes convocadas con el deliberado intento de plantear aquel régimen por las bayonetas de la guarnición de Madrid. Todas las cuestiones políticas están así pendientes, y aun reservadas, por parte de los actuales gobernantes, a la libre decisión del porvenir.
Afortunadamente la monarquía hereditaria y constitucional posee en sus principios la necesaria flexibilidad y cuantas condiciones de acierto hacen falta para que todos los problemas que traiga su restablecimiento consigo sean resueltos de conformidad con los votos y la convivencia de la nación.
No hay que esperar que decida ya nada de plano y arbitrariamente, sin Cortes no resolvieron los negocios arduos de los príncipes españoles allá en los antiguos tiempos de la monarquía, y esta justísima regla de conducta no he de olvidarla yo en mi condición presente, y cuando todos los españoles estén ya habituados a los procedimientos parlamentarios. Llegado el caso, fácil será que se entiendan y concierten las cuestiones por resolver un príncipe leal y un pueblo libre.
Nada deseo tanto como que nuestra patria lo sea de verdad. A ello ha de contribuir poderosamente la dura lección de estos últimos tiempos que, si para nadie puede ser perdida, todavía lo será menos para las hornadas y laboriosas clases populares, víctimas de sofismas pérfidos o de absurdas ilusiones.
Cuanto se está viviendo enseña que las naciones más grandes y prósperas, y donde el orden, la libertad y la justicia se admiran mejor, son aquellas que respetan más su propia historia. No impiden esto, en verdad, que atentamente observen y sigan con seguros pasos la marcha progresiva de la civilización. Quiera, pues, la Providencia divina que algún día se inspire el pueblo español en tales ejemplos.
Por mi parte, debo al infortunio estar en contacto con los hombres y las cosas de la Europa moderna, y si en ella no alcanza España una posición digna de su historia, y de consuno independiente y simpática, culpa mía no será ni ahora ni nunca. Sea la que quiera mi propia suerte ni dejaré de ser buen español ni, como todos mis antepasados, buen católico, ni, como hombre del siglo, verdaderamente liberal.
Suyo, afmo., Alfonso de Borbón
Bando de Carlos VII ante la proclamación del infante Alfonso
Españoles
La Revolución, que vive la mentira, al proclamar Rey de España, á un Príncipe de mi familia, pretende absurdas reconciliaciones con la Monarquía y la Legitimidad.
La Legitimidad soy Yo; Yo soy el representante de la Monarquía en España. Y porque lo soy, rechacé con soberana energía las proposiciones indignas que los revolucionarios de Setiembre osaron presentarme antes de consumar su obra de deslealtad nefanda.
Desde entonces sabe la Revolución que Yo no puedo ser su Rey.
Jefe de la augusta familia de Borbón de España, contemplo con honda pena la actitud de mi primo Alfonso; que, en la inexperiencia propia de su edad, consiente ser instrumento de aquellos mismos que á la vez que á su madre le arrojaron de su Patria entre la befa y el escarnio.
Sin embargo, no protesto que ni mi dignidad ni la de mi ejército, permiten otro género de protestas que las formuladas con la elocuencia irresistible por boca de nuestros cañones.
La proclamación del Príncipe Alfonso, lejos de cerrarme las puertas de Madrid ábreme, por el contrario, el camino á la restauración de nuestra Patria querida. Porque no impunemente se ataca la altivez española por un nuevo acto de pretorianismo; porque no en vano se hallan armados mis invencibles voluntarios; porque los que supieron vencer en Eraúl y Alpens, Montejurra y en Castellón y en Cardona y en Urnieta, sabrán evitar una nueva vergüenza á la magnánima España y un nuevo escándalo á la Europa civilizada.
Llamado á matar la Revolución en nuestra Patria, la mataré, bien ostente la ferocidad salvaje de la impiedad mas descarada, bien se oculte y se envuelva en el manto hipócrita de su simulada piedad.
Españoles
Por nuestro Dios, por nuestra España. Yo os juro que, fiel á mi santa misión, sostendré sin mancilla en Mis manos nuestra gloriosa bandera. Ella simboliza los salvadores principios que son hoy nuestra esperanza y serán mañana nuestra felicidad mas colmada.
Vuestro Rey
Carlos
en mi Cuartel Real en Deva á 6 de enero de 1875.
Macías Picavea, Ricardo: El problema nacional (/hechos, causas y remedios).
"¿Cómo funciona esta singular máquina de la política nacional? El primer paso de este funcionamiento son las elecciones que aparecen aquí como una institución de los Estados de Derecho modernos: aunque en el fondo sea un artificio más del caciquismo. Los caciques designan previamente a los candidatos, que salen según los diferentes niveles de las elecciones (generales, provinciales, locales) de sus propias filas caciquiles. Los del bando contrario hacen lo propio, y la lucha electoral simula entonces una contienda política de verdad. Pero el planteamiento es, en realidad, diferente: apenas los candidatos saltan a la palestra, la máquina caciquil empieza a moverse con frenesí, presionando sobre las diferentes áreas de la red social mencionada para que todos voten por el candidato propuesto. En un país donde las leyes son una burla, todo, quien más, quien menos, tienen algo que perder y solamente el padrinazgo del caciquismo puede ahuyentar ese peligro constante que a todos persigue. Las voluntades se compran y la razón del número acude vertiginosa al favor del candidato propuesto. No hay escape posible a esta presión, sobre todo porque el caciquismo se halla en el momento más alto y avasallador ".
Macías Picavea, Ricardo: El problema nacional (/hechos, causas y remedios).
Oligarquía y caciquismo, según Joaquín Costa
“Con esto llegamos como por la mano a determinar los factores que integran esta forma de gobierno y la posición que cada uno ocupa respecto de los demás. Esos componentes exteriores son tres: 1º, los oligarcas (los llamados primates, prohombres o notables de cada bando que forman su “plana mayor”, residentes ordinariamente en el centro); 2º, los caciques, de primero, segundo o ulterior grado, diseminados por el territorio; 3º, el gobernador civil, que les sirve de órgano de comunicación y de instrumento. A esto se reduce fundamentalmente todo el artificio bajo cuya pesadumbre gime rendida y postrada la Nación.
Oligarcas y caciques constituyen lo que solemos denominar clase directora o gobernante, distribuida o encasillado en partidos. Pero aunque se lo llamemos, no lo es; si lo fuese, formaría parte integrante de la Nación, sería orgánica representación de ella, y no sino un cuerpo extraño, como pudiera serlo una facción de extranjeros apoderados por la fuerza de Ministerios, capitanías, telégrafos, ferrocarriles, baterías y fortalezas para imponer tributos y cobrarlos. […] Si aquellos bandos o facciones hubiesen formado parte de la Nación, habría gobernando para ella, no exclusivamente para sí; […].
No he de aconsejar yo que el pueblo de tal o cual provincia, de tal o cual reino, se alce un día como ángel exterminador, cargando con todo el material explosivo de odio, rencores, injusticias, lágrimas y humillaciones de medio siglo, y recorra el país como en una visión apocalíptica, aplicando la tea purificadora a todas las fortalezas del nuevo feudalismo civil en que aquel del siglo XV se ha resuelto, diputaciones, ayuntamientos, alcaldías, delegaciones, agencias, tribunales, gobiernos civiles […] y ahuyente delante de sí a esas docenas de miserables que le tienen secuestrado lo suyo, su libertad, su dignidad y su derecho, y restablezca en fiel la balanza de la ley, prostituida por ellos; yo no he de aconsejar, repito, que tal cosa se haga; pero sí digo quemientras el pueblo, la nación, las masas neutras no tengan gusto por este género de epopeya; que mientras no se hallen en voluntad y en disposición de escribirla y de ejecutarla con todo cuanto sea preciso y llegando hasta donde sea preciso, todos nuestros esfuerzos serán inútiles, la regeneración del país, será imposible. La hoces no deben emplearse nunca más que en segar mieses; pero es preciso que los que las manejan sepan que sirven también para segar otras cosas, si además de segadores quieren ser ciudadanos; mientras lo ignoren, no formarán un pueblo; serán un rebaño a discreción de un señor; de bota, de zapato o de alpargata, pero de un señor. No he de aconsejar yo que se ponga en acción el “colp de fals” de la canción catalana, ahora tan en boga, tomando el ejemplo de la revolución francesa por donde mancha; pero sí he de decir que en España esa revolución está todavía por hacer; que mientras no se extirpe el cacique, no se habrá hecho la revolución […]
Joaquín COSTA: Oligarquía y caciquismo, colectivismo agrario y otros escritos, Madrid, 1901.
FRAUDE ELECTORAL
[referido a las elecciones en el distrito de Alcázar de San Juan en 1884] «en una sección compuesta de un gran número de electores tomaron parte en la votación todos los electores; y esto nos llama tanto más la atención, cuanto que en el expediente electoral obran por de pronto 15 partidas de defunción de electores que se suponen tomaron parte en la elección... Se presentan además 36 electores manifestando ante notario que tomaron parte en aquella votación y votaron al señor González, y sin embargo éste sólo tuvo 17 votos... en otra sección de Alcázar el número de votos obtenido por el señor conde de las Almenas fue muy superior al de los electores que deberían tomar parte en la elección. ..No se expusieron a la vista del público las listas electorales cuando y como manda la ley. ..
En las secciones de Argamasilla, Socuéllamos y Pedro Muñoz votaron todos, absolutamente todos, los electores de las secciones, contando por supuesto los muertos y ausentes... el señor conde de las Almenas tiene allí tantas simpatías y tanta popularidad, que hasta los muertos se levantan de sus sepulcros y emiten sus sufragios…”
Diario de sesiones de las Cortes, 10 de junio de 1884
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