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miércoles, 21 de septiembre de 2011

TEXTOS PARA DICTADURA DE PRIMO DE RIVERA

Efectos de la Primera Guerra Mundial. Evolución de las huelgas entre 1913 y 1924
Número de huelguistas entre 1913 y 1924


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Fuente: Simón Segura: Historia Económica, 1997




MANIFIESTO DE PRIMO DE RIVERA


            Ha llegado para nosotros el momento más temido que esperado de recoger las ansias, de atender el clamoroso requerimiento de cuantos amando la patria no ven para ella otra salvación que libertarla de los profesionales de la política, de los hombres que por una u otra razón nos ofrecen un cuadro de desdichas e inmoralidades que empezaron el año 98 y amenazan a España con un próximo fin trágico y deshonroso. La tupida red de la política de concupiscencias ha cogido en sus mallas, secuestrándola, hasta la voluntad real...Con frecuencia parecen pedir que gobiernen los que ellos dicen no dejan gobernar... pero en realidad se avienen fáciles y contentos al turno y al reparto, y entre ellos mismos designan la sucesión.   Pues bien, ahora vamos a recabar todas las responsabilidades y a gobernar nosotros u hombres civiles que representen nuestra moral y doctrina. Basta ya de rebeldías mansas, que sin poner remedio a nada, dañan tanto y más a la disciplina que está recia y viril a que nos lanzamos por España y por el rey. 
Este movimiento es de hombres; el que no sienta la masculinidad completamente caracterizada, que espere en un rincón, sin perturbar los días buenos que para la patria preparamos. Españoles: ¡Viva España y viva el rey!
Diario de Barcelona, 13 de septiembre de 1923.

OPOSICION AL GOLPE
“No diremos, como algunos improvisados defensores de la dictadura, que: toda España está con el Directorio; pero es innegable que una parte del país le apoya, y otra mucho mayor espera de él, pasivamente, grandes cosas: nada menos que la felicidad de la nación (...).
Ninguno ha protestado, no han hecho el menor esfuerzo por defender las instituciones democráticas. Esto, y algunas medidas del Directorio, como la campaña contra funcionarios y la aplicación rigurosa de algunas ordenanzas de abastos, le han granjeado muchas simpatías.
Téngase en cuenta que la cultura política y el pensamiento político son en España muy bajos y rudimentarios. Las apetencias reformadoras de mucha gente no exceden de los modestos límites de la política municipal.”
Manuel Azaña
SUPRESION DE INSTITUCIONES RESTAURACIÓN
“A propuesta del Presidente del Directorio Militar y de acuerdo con dicho Directorio Vengo en decretar lo siguiente:
Artículo único: Se declaran disueltos el Congreso y la parte electiva del Senado.
Dado en Palacio a quince de septiembre de mil novecientos veintitrés.
–Alfonso– El Presidente del Directorio Militar, Miguel Primo de Rivera y Orbaneja”.

Gaceta de Madrid, 17 de septiembre de 1923


“Excmo. Sr. En uso de las facultades que me confiere el Real Decreto de esta fecha.
Vengo en disponer lo siguiente:
Art. 1.° Se suspenden temporalmente en todas las provincias del reino las garantías expresadas en los artículos 4.°, 5.°, 6.° y 9.° y párrafo primero, segundo y tercero del artículo 13 de la Constitución.
Art. 2.° Se confirma el estado de guerra declarado por los capitanes generales de las regiones de Baleares y Canarias, cesando desde luego en sus funciones los gobernadores civiles de todas las provincias (…).
Art. 3.° Lo sueldos consignados en los presupuestos para los gobernadores civiles quedarán en beneficio del Tesoro (…).
Dios guarde a Vuecencia muchos años. Madrid, 15 de septiembre de 1923.
El Presidente del Directorio Militar, Miguel Primo de Rivera y Orbaneja. Señor”.
Gaceta de Madrid, 17 de septiembre de 1923.

LA UNIÓN PATRIOTA

            “Importa, ante todo, consignar de manera terminante, que la Unión Patriótica no es un partido y, en consecuencia, no se inclina a la derecha ni a la izquierda; no adopta un programa cerrado que excluya a los discrepantes, ni se encierra en el armazón hermético de aquella ordenación jerárquica propia de los partidos políticos, escalonada a través de distritos y provincias, desde la aldea hasta Madrid. La Unión Patriótica aspira a ser, con el tiempo, generadora o propulsora de futuros partidos políticos cuando, más adelante, se dibujen dentro de ella las tendencias y los matices que, en su día, determinarán el nacimiento de nuevas agrupaciones políticas, nutridas con la savia que brota de los distintos sectores de opinión. Pero la formación venidera de estos partidos, a que lógicamente conducirá el proceso evolutivo de la gran obra de reconstrucción del estado, será, cuando suene su hora, un fenómeno espontáneamente surgido en el seno de este gran movimiento nacional, por la variedad de ideologías, de intereses y de soluciones de gobierno (…). Virtualmente quedan fuera de esta unión nacional los que todo lo fíen al desorden y a la violencia, como medios, y a la anarquía di-solvente o al comunismo tiránico, como fin; así como los que, autoritarios o déspotas, quieran anular la voluntad popular, sustituyéndola por el capricho o el personalismo en el poder, estrangulante de energías y aspiraciones; pero, descartados todos los extremismos de acción, la honrada profesión de las convicciones es un título, lejos de constituir un obstáculo, para quienes lealmente vengan con ellas a la Unión Patriótica.
(…) La Unión Patriótica, ante todo, significa la noble aspiración de purificar la vida pública. Es su lema avivar el amor inextinguible a la patria española y la adhesión a la Monarquía; laborar por la compenetración de la sociedad y el Estado; restaurar los valores morales y educativos; estimular el vigilante ejercicio de los deberes de ciudadanía en los comicios y en los actos todos de la vida; llevar a la conciencia social la perdida confianza en el poder público y robustecer el prestigio moral de la autoridad, que tanto necesita del acatamiento consciente de los súbditos como de la plena consagración de quienes ostentan su investidura al servicio del bien colectivo, sin claudicaciones que lo dañen.
(…) La Unión Patriótica representa la unión sagrada de todos los españoles que se apresten a afrontar el arreglo paulatino, pero interrumpido y ordenado, de todos aquellos grandes problemas que no son exclusivos de derechas ni izquierdas, cuyas soluciones deben ser genuinamente nacionales como lo es su propia naturaleza, y cuyo estudio e implantación serán tan incesantes, tan metódicos y tan enérgicos como lo necesita el resurgir de España, idea inmortal y meta lejana, que requiere andar largo y espinoso camino. Mientras la Unión Patriótica consolida su organización y es lo suficientemente robusta para acometer tan ardua empresa, el Directorio Militar debe seguir, con la asistencia que le presta la opinión pública, la labor de descuaje de raíces y grama, cizaña mortal en toda clase de campos, ávida siempre de estorbar el arraigo y desarrollo de la semilla nueva, fecunda y vigorosa”.

PEMÁN, J. M.: El hecho y la idea de la Unión Patriótica. Prol. del general Primo de Rivera. Madrid, 1929. Apéndice I.






“Solamente ha cambiado una cosa después del Directorio, y es que se puede pasear con dinero en el bolsillo sin temor a un percance; que ya no hay huelgas, que nuestras fábricas marchan y que los patronos no ven  cada mañana a los obreros revólver en mano presentándose ante ellos para asesinarlos o para imponerles su voluntad...El general Primo nos ha hecho saltar por encima de la Constitución, y esto es grave, ¡evidentemente!...¿Hubiera podido conjurar las huelgas y regenerar el espíritu político de España sin salirse de la Constitución? ¡La Constitución! Qué palabra más ligera ante la seguridad y la calma que vuelven a serle restituidas al pueblo...Si volviese a abrir el Parlamento, se vería cómo los viejos partidos, que llevaban el país a la ruina, volverían a reanudar sus disputas y a continuar en sus charloteos desde el punto preciso en que fueron interrumpidos por el general Primo...¿De qué se compone el parlamentarismo, tan poco rico en fórmulas como en caracteres? Un ideal intangible para los privilegiados que viven de él; eso es todo... Para complacer a seis mil personas, ¿íbamos a sacrificar a veinte millones?”

Declaraciones de Alfonso XIII al periódico francés París-Midi 1925


ECONOMIA Y DICTADURA

“Las dictaduras propenden fatalmente al intervencionismo. Su omnímodo poder es incompatible con la inhibición [...]. El intervencionismo de Primo de Rivera abarcó la agricultura, la industria, el mismo comercio [...]. Primo de Rivera profesó un entusiasta nacionalismo económico, que yo compartí con el más caluroso fervor. Pero nuestro nacionalismo se mantuvo dentro de correctísimos límites. A juicio del general, España debía nacionalizar únicamente: a) las industrias cuya primera materias obtiene en nuestro territorio; b) las que dentro del ámbito nacional de consumo pueden hallar mercado suficiente de vida; c) las indispensables para asegurar nuestra independencia política nacional [...]. En la obra de la Dictadura abundan las aplicaciones tangibles de este designio nacionalizador. En la industria del plomo, incluida en el primer grupo, se aspiró a salvar la minería, estimulando la transformación industrial de España; entre las del segundo grupo, mereció nuestra máxima atención la industria del automóvil, que cuenta con mercado suficiente en el país y estaba llamada a cobrar vuelos inmensos [...]; y, entre las terceras, es dable aludir a la industria química, y aun a la naval, beneficiada por la Dictadura con notables impulsos, traducidos en la construcción de novísimos buques de guerra, buenos mercantes y buenos tanques.”

J. CALVO SOTELO, Mis servicios al Estado, 1931



EL ERROR BERENGUER

José Ortega y Gasset - El Sol, 15 de noviembre de 1930

José Ortega y GassetNo, no es una errata. Es probable que en los libros futuros de historia de España se encuentre un capítulo con el mismo título que este artículo. El buen lector, que es el cauteloso y alerta, habrá advertido que en esa expresión el señor Berenguer no es el sujeto del error, sino el objeto. No se dice que el error sea de Berenguer, sino más bien lo contrario -que Berenguer es del error, que Berenguer es un error-. Son otros, pues, quienes lo han cometido y cometen; otros toda una porción de España, aunque, a mi juicio, no muy grande. Por ello trasciende ese error los límites de la equivocación individual y quedará inscrito en la historia de nuestro país.

Estos párrafos pretenden dibujar, con los menos aspavientos posibles, en qué consiste desliz tan importante, tan histórico.

Para esto necesitamos proceder magnánimamente, acomodando el aparato ocular a lo esencial y cuantioso, retrayendo la vista de toda cuestión personal y de detalle. Por eso, yo voy a suponer aquí que ni el presidente del gobierno ni ninguno de sus ministros han cometido error alguno en su actuación concreta y particular. Después de todo, no está esto muy lejos de la pura verdad. Esos hombres no habrán hecho ninguna cosa positiva de grueso calibre; pero es justo reconocer que han ejecutado pocas indiscreciones. Algunos de ellos han hecho más. El señor Tormo, por ejemplo, ha conseguido lo que parecía imposible: que a estas fechas la situación estudiantil no se haya convertido en un conflicto grave. Es mucho menos fácil de lo que la gente puede suponer que exista, rebus sic stantibus, y dentro del régimen actual, otra persona, sea cual fuere, que hubiera podido lograr tan inverosímil cosa. Las llamadas «derechas» no se lo agradecen porque la especie humana es demasiado estúpida para agradecer que alguien le evite una enfermedad. Es preciso que la enfermedad llegue, que el ciudadano se retuerza de dolor y de angustia: entonces siente «generosamente» exquisita gratitud hacia quien le quita le enfermedad que le ha martirizado. Pero así, en seco, sin martirio previo, el hombre, sobre todo el feliz hombre de la «derecha», es profundamente ingrato.

Es probable también que la labor del señor Wais para retener la ruina de la moneda merezca un especial aplauso. Pero, sin que yo lo ponga en duda, no estoy tan seguro como de lo anterior, porque entiendo muy poco de materias económicas, y eso poquísimo que entiendo me hace disentir de la opinión general, que concede tanta importancia al problema de nuestro cambio. Creo que, por desgracia, no es la moneda lo que constituye el problema verdaderamente grave, catastrófico y sustancial de la economía española -nótese bien, de la española-. Pero, repito, estoy dispuesto a suponer lo contrario y que el Sr. Wals ha sido el Cid de la peseta. Tanto mejor para España, y tanto mejor para lo que voy a decir, pues cuantos menos errores haya cometido este Gobierno, tanto mejor se verá el error que es.

Un Gobierno es, ante todo, la política que viene a presentar. En nuestro caso se trata de una política sencillísima. Es un monomio. Se reduce a un tema. Cien veces lo ha repetido el señor Berenguer. La política de este Gobierno consiste en cumplir la resolución adoptada por la Corona de volver a la normalidad por los medios normales. Aunque la cosa es clara como «¡buenos días!», conviene que el lector se fije. El fin de la política es la normalidad. Sus medios son... los normales.

Yo no recuerdo haber oído hablar nunca de una política más sencilla que ésta. Esta vez, el Poder público, el Régimen, se ha hartado de ser sencillo.

Bien. Pero ¿a qué hechos, a qué situación de la vida pública responde el Régimen con una política tan simple y unicelular? ¡Ah!, eso todos lo sabemos. La situación histórica a que tal política responde era también muy sencilla. Era ésta: España, una nación de sobre veinte millones de habitantes, que venía ya de antiguo arrastrando una existencia política bastante poco normal, ha sufrido durante siete años un régimen de absoluta anormalidad en el Poder público, el cual ha usado medios de tal modo anormales, que nadie, así, de pronto, podrá recordar haber sido usados nunca ni dentro ni fuera de España, ni en este ni en cualquier otro siglo. Lo cual anda muy lejos de ser una frase. Desde mi rincón sigo estupefacto ante el hecho de que todavía ningún sabedor de historia jurídica se haya ocupado en hacer notar a los españoles minuciosamente y con pruebas exuberantes esta estricta verdad: que no es imposible, pero sí sumamente difícil, hablando en serio y con todo rigor, encontrar un régimen de Poder público como el que ha sido de hecho nuestra Dictadura en todo al ámbito de la historia, incluyendo los pueblos salvajes. Sólo el que tiene una idea completamente errónea de lo que son los pueblos salvajes puede ignorar que la situación de derecho público en que hemos vivido es más salvaje todavía, y no sólo es anormal con respecto a España y al siglo XX, sino que posee el rango de una insólita anormalidad en la historia humana. Hay quien cree poder controvertir esto sin más que hacer constar el hecho de que la Dictadura no ha matado; pero eso, precisamente eso -creer que el derecho se reduce a no asesinar-, es una idea del derecho inferior a la que han solido tener los pueblos salvajes.

La Dictadura ha sido un poder omnímodo y sin límites, que no sólo ha operado sin ley ni responsabilidad, sin norma no ya establecida, pero ni aun conocida, sino que no se ha circunscrito a la órbita de lo público, antes bien ha penetrado en el orden privadísimo brutal y soezmente. Colmo de todo ello es que no se ha contentado con mandar a pleno y frenético arbitrio, «sino que aún le ha sobrado holgura de Poder para insultar líricamente a personas y cosas colectivas e individuales. No hay punto de la vida española en que la Dictadura no haya puesto su innoble mano de sayón. Esa mano ha hecho saltar las puertas de las cajas de los Bancos, y esa misma mano, de paso, se ha entretenido en escribir todo género de opiniones estultísimas, hasta sobre la literatura que los poetas españoles. Claro que esto último no es de importancia sustantiva, entre otras cosas porque a los poetas los traían sin cuidado las opiniones literarias de los dictadores y sus criados; pero lo cito precisamente como un colmo para que conste y recuerde y simbolice la abracadabrante y sin par situación por que hemos pasado. Yo ahora no pretendo agitar la opinión, sino, al contrario, definir y razonar, que es mi primario deber y oficio. Por eso eludo recordar aquí, con sus espeluznantes pelos y señales, los actos más graves de la Dictadura. Quiero, muy deliberadamente, evitar lo patético. Aspiro hoy a persuadir y no a conmover. Pero he tenido que evocar con un mínimum de evidencia lo que la Dictadura fue. Hoy parece un cuento. Yo necesitaba recordar que no es un cuento, sino que fue un hecho.

Y que a ese hecho responde el Régimen con el Gobierno Berenguer, cuya política significa: volvamos tranquilamente a la normalidad por los medios más normales, hagamos «como si» aquí no hubiese pasado nada radicalmente nuevo, sustancialmente anormal.

Eso, eso es todo lo que el Régimen puede ofrecer, en este momento tan difícil para Europa entera, a los veinte millones de hombres ya maltraídos de antiguo, después de haberlos vejado, pisoteado, envilecido y esquilmado durante siete años. Y, no obstante, pretende, impávido, seguir al frente de los destinos históricos de esos españoles y de esta España.

Pero no es eso lo peor. Lo peor son los motivos por los que cree poderse contentar con ofrecer tan insolente ficción.

El Estado tradicional, es decir, la Monarquía, se ha ido formando un surtido de ideas sobre el modo de ser de los españoles. Piensa, por ejemplo, que moralmente pertenecen a la familia de los óvidos, que en política son gente mansurrona y lanar, que lo aguantan y lo sufren todo sin rechistar, que no tienen sentido de los deberes civiles, que son informales, que a las cuestiones de derecho y, en general, públicas, presentan una epidermis córnea. Como mi única misión en esta vida es decir lo que creo verdad, -y, por supuesto, desdecirme tan pronto como alguien me demuestre que padecía equivocación-, no puedo ocultar que esas ideas sociológicas sobre el español tenidas por su Estado son, en dosis considerable, ciertas. Bien está, pues, que la Monarquía piense eso, que lo sepa y cuente con ello; pero es intolerable que se prevalga de ello. Cuanta mayor verdad sean, razón de más para que la Monarquía, responsable ante el Altísimo de nuestros últimos destinos históricos, se hubiese extenuado, hora por hora, en corregir tales defectos, excitando la vitalidad política persiguiendo cuanto fomentase su modorra moral y su propensión lanuda. No obstante, ha hecho todo lo contrario. Desde Sagunto, la Monarquía no ha hecho más que especular sobre los vicios españoles, y su política ha consistido en aprovecharlos para su exclusiva comodidad. La frase que en los edificios del Estado español se ha repetido más veces ésta: «¡En España no pasa nada!» La cosa es repugnante, repugnante como para vomitar entera la historia española de los últimos sesenta años; pero nadie honradamente podrá negar que la frecuencia de esa frase es un hecho.

He aquí los motivos por los cuales el Régimen ha creído posible también en esta ocasión superlativa responder, no más que decretando esta ficción: Aquí no ha pasado nada. Esta ficción es el Gobierno Berenguer.

Pero esta vez se ha equivocado. Se trataba de dar largas. Se contaba con que pocos meses de gobierno emoliente bastarían para hacer olvidar a la amnesia celtíbera de los siete años de Dictadura. Por otra parte, del anuncio de elecciones se esperaba mucho. Entre las ideas sociológicas, nada equivocadas, que sobre España posee el Régimen actual, está esa de que los españoles se compran con actas. Por eso ha usado siempre los comicios -función suprema y como sacramental de la convivencia civil- con instintos simonianos. Desde que mi generación asiste a la vida pública no ha visto en el Estado otro comportamiento que esa especulación sobre los vicios nacionales. Ese comportamiento se llama en latín y en buen castellano: indecencia, indecoro. El Estado en vez de ser inexorable educador de nuestra raza desmoralizada, no ha hecho más que arrellanarse en la indecencia nacional.

Pero esta vez se ha equivocado. Este es el error Berenguer. Al cabo de diez meses, la opinión pública está menos resuelta que nunca a olvidar la «gran vilt`» que fue la Dictadura. El Régimen sigue solitario, acordonado como leproso en lazareto. No hay un hombre hábil que quiera acercarse a él; actas, carteras, promesas -las cuentas de vidrio perpetuas-, no han servido esta vez de nada. Al contrario: esta última ficción colma el vaso. La reacción indignada de España empieza ahora, precisamente ahora, y no hace diez meses. España se toma siempre tiempo, el suyo.

Y no vale oponer a lo dicho que el advenimiento de la Dictadura fue inevitable y, en consecuencia, irresponsable. No discutamos ahora las causas de la Dictadura. Ya hablaremos de ellas otro día, porque, en verdad, está aún hoy el asunto aproximadamente intacto. Para el razonamiento presentado antes la cuestión es indiferente. Supongamos un instante que el advenimiento de la dictadura fue inevitable. Pero esto, ni que decir tiene, no vela lo más mínimo el hecho de que sus actos después de advenir fueron una creciente y monumental injuria, un crimen de lesa patria, de lesa historia, de lesa dignidad pública y privada. Por tanto, si el Régimen la aceptó obligado, razón de más para que al terminar se hubiese dicho: Hemos padecido una incalculable desdicha. La normalidad que constituía la unión civil de los españoles se ha roto. La continuidad de la historia legal se ha quebrado. No existe el Estado español. ¡Españoles: reconstruid vuestro Estado!

Pero no ha hecho esto, que era lo congruente con la desastrosa situación, sino todo lo contrario. Quiere una vez más salir del paso, como si los veinte millones de españoles estuviésemos ahí para que él saliese del paso. Busca a alguien que se encargue de la ficción, que realice la política del «aquí no ha pasado nada». Encuentra sólo un general amnistiado.

Este es el error Berenguer de que la historia hablará.

Y como es irremediablemente un error, somos nosotros, y no el Régimen mismo; nosotros gente de la calle, de tres al cuarto y nada revolucionarios, quienes tenemos que decir a nuestro conciudadanos: ¡Españoles, vuestro Estado no existe! ¡Reconstruidlo!

Delenda est Monarchia.



ABDICACIÓN DE ALFONSO XIII

            Las elecciones celebradas el domingo, me revelan claramente que no tengo el amor de mi pueblo. Mi conciencia me dice que ese desvío no será definitivo, porque procuré siempre servir a España, puesto el único afán en el interés público hasta en las más críticas coyunturas. Un Rey puede equivocarse y sin duda erré yo alguna vez, pero sé bien que nuestra patria se mostró siempre generosa ante las culpas sin malicia. Soy el Rey de todos los españoles y también un español. Hallaría medios sobrados para mantener mis regias prerrogativas en eficaz forcejeo contra los que las combaten; pero resueltamente quiero apartarme de cuanto sea lanzar a un compatriota contra otro, en fratricida guerra civil.
            No renuncio a ninguno de mis derechos, porque más que míos son depósitos acumulados por la Historia de cuya custodia me han de pedir un día cuenta rigurosa. Espero conocer la auténtica expresión de la conciencia colectiva. Mientras habla la nación suspendo deliberadamente el ejercicio del Poder Real reconociéndola como única señora de sus destinos.
            También quiero cumplir ahora el deber que me dicta el amor de la Patria. Pido a Dios que también como yo lo sientan y lo cumplan todos los españoles.-
14 de abril de 1931. Alfonso, Rey.




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